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(In)feliz navidad

 La mayoría asocia las festividades de diciembre con momentos de diversión, de melancolía y de alegría. Para mí no ha sido así. Desde que tengo memoria, navidad ha sido una fiesta estresante, tensa, que nunca he terminado de entender.


Pero vamos por partes, como diría Hannibal Lecter. ¿De dónde viene mi desprecio hacia la festividad capitalista por excelencia?

Mis quejas van desde lo exterior hasta lo interior. Si bien celebrar esta fiesta en la familia de mi madre siempre es, por demás, traumático y desgastante, lo cierto es que incluso desde afuera, allá en el mundo, lo encuentro irritante.

Los adornos son espantosos, toda la larga lista de películas manipuladoras y a-históricas, la idea hipócrita de que celebramos el nacimiento de Yisus siendo todo lo que él despreció en el canon -no, no me refiero a queers y trabajadores sexuales, sino a ser unos pedantes alzados de porquería-

Los intercambios. Déjenme empezar por los putos intercambios: Si existe alguna dinámica que encarna a la perfección el ser neurotípico y adinerado son los pinches intercambios. Es una dinámica bien desbalanceada, es hipócrita y es poco práctica. Dar regalos ya de por sí es una tortura, imagínate además que es un regalo que será abierto en frente de todos, que hay alguien que tiene *EXPECTATIVAS*, además es de lo más petulante. Los intercambios se pavonean con la idea de conocer bien a las personas para poder dar regalos, no sólo eso, también que todos los participantes están en las mismas posiciones económicas.

Miro hacia atrás y veo todos los intercambios a los que me obligaron a participar en la escuela, en mi trabajo, en mi familia. Un suplicio. Y pensaba yo: ¿Por qué mejor no nos damos algo que en verdad signifique algo? Una carta, un chingado cheque, no sé. 

Una tortura. No me fío de la gente que disfruta de los intercambios, no son nada más que monigotes egocéntricos  y presumidos. "Mira, miren los regalazos que yo doy. Desearás que el siguiente año me toques tú. Mira cuánto dinero gasto, cuánto esfuerzo le pongo al empaque, cuán bien conozco a la persona..." [sonido de disparo]



La idea de que unx tiene que estar feliz porque nació Yisus tampoco me termina de convencer. Veo su representación en yeso -un muñeco muy blanco y con vestidos salidos del clóset de una drag queen excéntrica pero elegante- y pienso que más que felicidad lo que siento es angustia. Oh, Yisus, la gente celebra tu nacimiento como si fueras a salvarnos otra vez, dentro de unos meses también vamos a celebrar tu muerte haciendo exactamente lo mismo: Empedándonos, de vacaciones.

Oh, Yisus, si supieras cómo tratan a la gente que es como tú aquí abajo... ¿Entienden mi punto? Esa gente que se la pasa mirando por debajo del hombro a los demás, que dice que el pobre es pobre porque quiere, que le estorba a los migrantes, que odia a las mujeres embarazadas, que apoya públicamente los lugares anti-niños...


¿Cómo es que pretenden que una se sienta cómoda o por lo menos tranquila sabiendo todo lo que pasa en el mundo? Sí, sí, sí, el agradecimiento -porque no soy una de ellos-, sí, sí, sí, la alegría de Yisus, y paz al mundo y toda esa mamada que cantan en los villancicos. ¿Se da cuenta la gente de lo hipócrita que es?

¿Cómo pretenden que disfrute de mi comida elegante y cara en un lugar bien decorado con gente de sonrisas impacientes y falsas a mi alrededor, sabiendo que allá afuera hay gente con frío, sin consuelo, sin comida, sin nada que les pueda ayudar...? 

Angustia, angustia, el peor sentimiento de culpa. No deberíamos gastar quince mil pesos rentando un salón, muebles y platos. Deberíamos estar compartiendo esos quince mil pesos con las personas que les vendría bien un respiro.

¿Por qué no lo hacemos?


Ya saben que odio escribir de mi familia pero ni modo, este año es el año de romper mis reglas. Y aquí vamos a mi principal problema:


Mi familia es panista, es católica, gran parte son blancos, de ingresos notables. Son buena gente, de eso no me cabe duda. Cuando una está en aprietos, ellos son los primeros en llamar, en preguntar, en visitar, en sacar sus carteras sin pensárselo. 

Cuando se trata de navidad, al menos hasta donde yo alcanzo a entender, la mayoría de la gente se reúne en una casa grande, quizás la casa de la abuela. Sacan las mesas, o rentan sillas de plástico. Se reúne la familia que quiere reunirse. Hay comida, mexicana en su mayoría. Pisto y música siempre van por delante porque #mexicanos.

Las navidades desde que tengo conciencia representan para mí gritos. Gritos en mi casa, porque mi mamá decidió meterse a bañar a una hora imprudente. Gritos porque a mi hermana le caga llegar tarde. Gritos porque mi papá no quiere usar la ropa que mi mamá tenía en mente. Gritos porque hay tráfico. Gritos por teléfono porque alguna tía pidió bolillos de emergencia, que no llegó el pan completo. Gritos porque mi mamá se ofrece a llevarlos. Gritos por correr por el walmart. ¡No es veinticuatro pero hay un putero de gente! Gritos, más gritos.

Llegar a la casa de quién se haya ofrecido, o como ha sido en los últimos años, en el salón de fiestas. Más gritos.

Mi tía gritando que olvidaron las hieleras. Mi tío gritando que se calme, que ahorita le habla a su yerno. Mi tía gritando que las mesas están mal acomodadas. Mis primas, adultas ya, adultísimas, corriendo de un lado a otro para ayudar a los cocineros-meseros a instalarse. Los adornos. Las velas. ¿Quién falta? No, que se acomoden en otro espacio del estacionamiento, necesito ese tramo vacío para sacar los postres. ¡Los refrescos! ¿Cómo nos acomodamos? ¡No por familia, se ven siempre! Nadie se mueve de sus lugares.

¡No me saludaste al llegar, Mariana! ¿Cómo estás, maestra que ya no quiso ser maestra? ¡¿Cómo está la escritora, todavía sigues escribiendo?! Miradas, abrazos a medias, besos en el cachete.

¿Nadie aprendió una chingada madre del covid? No puede ser.


Frío, ¡El puto frío!

Todos se ven bien elegantes, y yo llevo jeans oscuros y un suéter. Todos traen pilas de regalos, yo ni siquiera me molesté en preguntar si se haría intercambio o no. No recuerdo el nombre de los hijos de mis primos, pero está bien porque no me pienso acercar. ¿Me veré mal si empiezo a tomar ahorita, aunque todavía no hayan servido la comida?

A nadie le importa una mierda que lleve una botella de vodka. A NADIE. A quiénes sí no me lo van a decir en la cara. ¿Por qué mi mamá insiste que esconda la botella debajo de la mesa? Pues ni que fuera cocaína, wey.


Los abrazos, los abrazos. Mucho movimiento. Suenan los villancicos de fondo. ¡Dios mío, parece funeral! Los besos, no me besen por favor, que no quiero contagiarme de nada, no quiero contagiarles de algo. ¿Por qué hay familia que sí tiene permitido faltar? Si yo falto, a nadie le importaría. Y no me molesta, de hecho preferiría estar haciendo otra cosa. O pasar la fecha de una forma bien diferente.


Pero el estatus es importante. La imagen también. Vienen mis tíos y tías de otros estados, vienen mis primos y primas de otros países. ¡Obvio tiene que ser una fiesta lujosa! ¡Que se vea que le echamos ganas!

¿Es necesario?

Sí, Mariana, sí es necesario. Ahora quita tu jeta y ve a saludar.


Saludo, saludo, saludo. Cada año parece que se desvanecen los lugares, las mesas parecen más grandes con tanta ausencia. Tengo años sin ver a ciertos primos y primas y tíos y tías. Quisiera decir que los extraño y que deseo verlos, pero entiendo por qué no vienen.


Los gritos dejan de ser órdenes, ahora son gritos de diversión. Estoy segura que quiénes gritan ya se les subió el pisto. Frunzo el ceño porque mi madre estuvo toda la tarde insistiendo que me controle con el alcohol, que no quiere que haga el ridículo (¿cuándo he hecho el rídiculo? ¿Se refiere al ridículo que mis otros tíos y primas tienen permitido protagonizar pero yo no porque no tengo cuarenta años y no tengo un trabajo ni un auto? Ok)


¿Saben? A mucha gente le cagan estas fiestas porque tiene parientes imprudentes y morbosos que no pueden morderse la lengua para no preguntar pendejadas. No es mi caso. A mí no me hablan.

Y está bien para mí, digo, no me gusta hablar y de todas maneras, al menos en los últimos años, no tengo nada qué presumir ni de qué hablar. Nada que a ellos les pudiera interesar. ¿Entonces por qué mi madre insiste en hacerme sentir como que no lo estoy intentando?


Las festividades de este tipo suponen para mí como un deporte. Tengo que prepararme si no quiero terminar muerta. Me lleva semanas mentalizarme, me lleva días buscando algo en clóset que se vea elegante y que no me haga querer arrancarme la piel porque no soporto la tela o la etiqueta o lo que sea. Los zapatos... ¡Dios!

El alcohol me ayuda bastante, no lo voy a negar. Y desde que me hice consumidora habitual me aliviana mucho en situaciones así de sobrecarga sensorial. 

Pero la hora... Si mi madre dice que nos vamos a ir a tal hora, a esa hora estoy preparada, esforzándome, con la máscara de neurotípica-cis-hetero-alo. Whatever the fuck. 

PEro POR SUPUESTO QUE NO. ¿A las 7 de la noche en mi casa? ¡Mi trasero! Llegamos cerca de la media noche.



Estoy agotadísima, no saben. Y consideramos que después de las diez de la noche me fui a la camioneta de mis padres con mi perro para descansar, dormir un poco. 

EStoy cansada de la navidad, y todavía ni es veinticuatro. Estoy agradecida de tener una familia tan pintoresca como la que tengo, no me malentiendan. Sólo desearía que sus fiestas tuvieran acomodaciones para que no me resulten tan desgastantes. Por supuesto que hacerles entender que mis limitaciones son derivadas de una discapacidad psico-emocional es un gran reto que no estoy dispuesta a tomar. Mi madre es una boomer panista chilanga. Varias banderas rojas por ahí.


Por cierto, normalmente ni siquiera adecuan los platillos para mí, que soy vegetariana. Así que pago mi plato, y llevo mi comida a parte. Este año decidí no llevar nada y para mi sorpresa sí adaptaron un plato para mí. Estuvo bien.



No sé qué tanto de estas fiestas afecte la percepción de mi madre lo que resta del año. Y es que en realidad cada año siempre hay un problema. Hubo una vez en que mi madre y mi padre estaban muy ebrios y de todos modos agarraron la camioneta para volver a casa. No voy a mentir, estuve rezando todo el trayecto para que no nos matáramos o que nos detuviera la policía. Yo tendría unos once o doce años.

Otro año fue que mi mamá estaba muy molesta porque mi hermana y yo habíamos llevado botellas y refrescos y hielos. No le parece bien que su familia crea que somos alcohólicas, ni siquiera alcohólicas festivas. 

Este año el problema fue el horario. Que mi madre dijo que a las siete nos iríamos, no fue así, y mi padre y yo estuvimos bien erizos el resto de la noche. Nos quedamos hasta que se acabó todo, por supuesto, y volvimos a casa cerca de la media noche pero ella estaba enfadada. Creo que todavía lo está.


Las navidades sólo me traen angustias. Siempre hay gritos, problemas, mala organización y ganas de verse muy ostentosos cuando nunca he entendido su obsesión por mostrar opulencia. Una cosa es querer recibir a los familiares que vienen de lejos con comodidad y otra cosa es hacer del nacimiento de Yisus toda una fiesta salida del Gran Gatsby.

Desde hace mucho dejaron de importarme los regalos, las cosas materiales ya no me mueven. Desde hace mucho dejé de emocionarme ante la idea de verdaderamente ver a mis parientes que me caen bien -este año sólo vi a un primo que me agrada-, porque los que me caen bien ya se murieron o de plano no vienen. Desde hace mucho dejé de disfrutar la fiesta, quizás nunca pude disfrutarla. Sólo espero que pase pronto esta tonta temporada, por mucho que diciembre me cause una emoción bien primitiva pero entusiasta a fin de cuentas.


infeliz navidad para mí, entonces.



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